Esta imagen – un recorte de la estatua del Padre Kentenich delante de la Casa Padre-Kentenich en Schönstatt – expresa un aspecto esencial de la misericordia de Dios Padre. Cuando el hombre se desprende de las manos cálidas del Padre, cuando huye de su amor paternal cobijadora, Él le deja libertad. La Misericordia no obliga a nadie a ser feliz, permite que quien lo desee se vaya. En la parábola del hijo pródigo, el hijo menor quiere irse: “¡Dame la herencia que me corresponde!” (Lc 15, 12). Probablemente ni siquiera haya habido tensiones con el Padre que motiven su partida; el hijo menor simplemente quiere gozar de su vida, de su herencia. El Padre deja que se vaya, pero sus manos paternales siguen tendidas hacia el hijo. La misericordia de Dios no es un sentimiento momentáneo, que se transforma en rechazo ante una actitud equivocada. Ella es la esencia más profunda de Dios, siempre está activa. Las manos permanecen abiertas, su mirada acompaña al hijo. Su corazón paternal se preocupa por él; no por el dinero que va a derrochar, sino por su hijo, que sigue siendo su hijo aunque sea ya una persona adulta.
El hijo, por su hambre de libertad, llega al desenfreno total y despilfarra su fortuna (Lc. 15, 12). En un primer momento, la ebriedad por todo lo nuevo es tan poderosa que no percibe que está perdiendo todo lo que le había proporcionado seguridad. Finalmente, llega a tocar fondo. Se vuelve pobre, llega tan bajo que no cuenta con lo mínimo necesario para existir; ni siquiera puede alimentarse de los residuos que otros dejan, porque se los dan a los cerdos. Pero esta miseria material no es lo más doloroso, peor es la miseria de su alma. Repentinamente no se siente más como hijo sino como mendigo; no se siente más cobijado en el amor del padre, sino que es como una leña flotante, sin sostén. Pero el amor del padre lo busca también ahora, y justamente ahora. La dedicación misericordiosa del padre sigue en pie, ininterrumpidamente. Pero ya no lo alcanza, porque el hijo ya no es capaz de creer que exista alguien que pueda seguir amándolo; mucho menos su padre, a quien le causó tanto daño.
¿No es ésta también, siempre de nuevo, nuestra propia situación? Vivimos en la casa de nuestro Padre Celestial, siendo por el bautismo sus hijos amados. Participamos de su riqueza. Allí, donde nos separamos de Él, donde cometemos pecados cargándonos de culpas, allí nos parecemos al hijo menor que parte lejos y despilfarra su herencia. Las faltas más ingenuas se pueden disimular fácilente; pero también pueden darse desviaciones que languidecen el alma. Sentimos vergüenza ante nosotros mismos, no podemos perdonarnos, y entonces pensamos que Dios tampoco podrá hacerlo.
No pocas veces, la consecuencia es que nos escapemos de nosotros mismos, buscando huir hacia algún lado. Una vez el Padre Kentenich describió esta situación a las familias en los EEUU:
“¡Sacar rápidamente el auto y salir a cualquier lado! De cualquier modo hacer algo diferente, recordar algo distinto, recibir otras impresiones – ¡y listo! ¡No! Es necesario que alguna vez estemos solos para que sintamos el remordimiento de la conciencia. Miren, esto es un progreso, y significa que ahora, la vida interior se está despertando. Y entonces decirle silenciosamente al buen Dios: soy una pobre creatura, ¡no puedo! ¡Lo deseo, pero no puedo!” (13.08.1956)
Cuando el hijo menor ya no sabía más cómo salir de su situación, se dice de él: “Entonces comenzó a reflexionar sobre sí mismo” (Lc 15, 17). Ya aquí comienza su regreso a la misericordia del Padre. Decide contarle todo y asumir las justas consecuencias: él perdió sus derechos de hijo. Pero tal vez el Padre tenga tanta compasión de él que le permita trabajar como uno de sus jornaleros. También para nosotros comienza la redención de nuestros pecados y culpas con el reconocimiento sincero y la confesión de nuestras faltas: así soy, he perdido mi “herencia”, mis posibilidades a favor del bien.
El sacramento de la reconciliación es el lugar donde, por el reconocimiento de nuestras culpas, regresamos siempre de nuevo al amor redentor del Padre.
Este camino para regresar al Padre no habrá resultado muy fácil para este hijo menor. “No merezco más ser tu hijo.” (Lc 15, 18). Su sentimiento de vida es: soy indigno, inútil; ya no soy tu hijo, lo que significa que perdí las propias raíces, no pertenezco más a ningún lugar, no soy de nadie. Y luego lo inconcebible: ya antes de que el hijo descubriese al Padre, el Padre lo había descubierto a él, lo había visto llegar desde lejos (ver Lc. 15, 20). Sus manos extendidas hacia el hijo siempre estuvieron ahí, pero el joven no las podía alcanzar. Ahora el padre lo abraza. El hijo experimenta el amor en una profundidad tal que antes, en tiempos “normales”, nunca se habría manifestado tan intensamente.
“Busquen rápidamente el mejor traje y pónganselo, coloquen en su dedo un anillo, y pónganle el mejor calzado. Traigan el ternero cebado y carnéenlo.” (Lc. 15, 22) Una acción llena de simbolismo: el “mejor traje” – es tratado con un amor de preferencia; el anillo – signo de la pertenencia, es aceptado como hijo; el calzado – símbolo de la acogida y de la protección. Y finalmente el ternero cebado – se le obsequia abundantemente, se lo satisface con todo lo imaginable.
El Padre prepara una fiesta alegre, porque no importa la pérdida de la herencia, ni siquiera la vida desenfrenada con la que su hijo derrochó el dinero. Sólo le importa que su hijo regresó, este hijo al que nunca había privado de su amor.
Algunas personas que cometieron grandes pecados han experimentado profundamente este tipo de fiesta. Dios es el misericordioso que “con su amor nos saca del abismo”. Así lo formuló un hombre de 43 años que estaba encarcelado a causa de un asesinato. Él, que durante toda su vida sólo había experimentado rechazo, pudo encontrarse con la fe por una profunda vivencia de Dios. Cuando más tarde pudo dejar la cárcel por primera vez algunas horas, se dirigió a una Iglesia, y se acercó al Santísimo para agradecerle a Dios. Entonces tomó conciencia: “No importa si estás en la cárcel o aquí… Mientras que tengas a Dios en tu corazón es totalmente indiferente si vives en un vertedero de basura o en un Hotel Hilton … Él es el centro… ¡Cuán grande es su amor! Incluso el amor entre los seres humanos es sólo un reflejo del amor de Dios. A través de su amor Él simplemente quiere que volvamos, que salgamos del borde del abismo donde nos encontramos.”
Siempre de nuevo nos alejamos de Dios porque somos débiles y muchas veces no perseveramos en el bien que queremos hacer. Lo decisivo no es la frecuencia de nuestras faltas y pecados. El Padre Kentenich destacaba: lo decisivo es que el camino de regreso al corazón del Padre se haga siempre más corto, que reflexionemos siempre más rápidamente y le confesemos nuestras faltas y pecados. Entonces experimentaremos que se nos abre siempre más ricamente el mundo de la misericordia, el amor del Padre que supera toda imaginación.
Si no nos dirigimos al Padre entonces vamos bajando siempre más, nos deslizamos de nuestras propias manos y perdemos la sensibilidad por nuestra dignidad.
Aquellos que conocieron al Padre Kentenich en vida comenzaron a intuir que si seres humanos eran capaces de ser tan bondadosos, el amor misericordioso del Padre Dios debía ser infinitamente grande. Los que habían confesado al Padre Kentenich sus faltas, sus pecados, también culpas muy grandes, cuentan una y otra vez que después de haber estado con él, uno se sentía mucho mejor que antes. A través de su bondad él despertaba todo lo noble y bueno que uno llevaba en el corazón. El supo querer a otros y hacerles favores sin ninguna pretención personal, de modo que las personas pudieron percibir algo de la infinita misericordia de Dios Padre.
Después de habernos distanciado del amor, aprovechemos estas semanas del tiempo de penitencia pascual para permitirnos un nuevo giro. Entonces experimentaremos algo de esa felicidad que experimentó el hijo menor en los brazos de su padre. En este Año Santo de la Misericordia se nos ofrece como camino especialmente el Sacramento de la Reconciliación.