En este año de la Misericordia estamos caminando con los cristianos del mundo entero hacia la fiesta de Pascua. Este año es un tiempo especial. El Papa Francisco escribe:
“El tiempo pascual de penitencia debe ser vivido más fuertemente en este año jubilar como un tiempo especial, donde debemos celebrar y experimentar la misericordia de Dios. ¡En este tiempo de Cuaresma se nos ofrecen como tema para la meditación muchas páginas de la Sagrada Escritura, para que redescubramos el rostro misericordioso de Dios! Con el profeta Miqueas podemos decir: ´Tú, Señor, eres un Dios que perdona la culpa y la maldad. No mantienes para siempre tu ira; porque te agrada ser bondadoso. Tú, Señor, tendrás misericordia con tu pueblo y aplastas nuestra culpa. Sí, tú sumerges todos nuestros pecados en las profundidades del mar´ (Mi 7,18-19).” (Papa Francisco, Misericordiae Vultus, n° 17)
Al escuchar estas palabras del Padre Kentenich, la imagen que tenemos ante nuestros ojos puede ser una interpretación del sentido de la reconciliación del tiempo pascual. Simultáneamente, nos permite una mirada prospectiva a la Vigilia Pascual que celebraremos al final de este mes.
En el primer libro del Génesis, la Biblia narra cómo Adán y Eva son expulsados del jardín de Edén después de su caída en el pecado. Detrás de ellos se cierra el portón, y un ángel con una espada de fuego custodia el acceso al árbol de la vida (ver Gén. 3). La puerta cerrada es una imagen de la ruptura de los vínculos.
Jesucristo, a través de su muerte en la cruz, nos abrió nuevamente la puerta del paraíso, la puerta que conduce al Padre. Pero no vuelve a ser como fue antes de la caída. El acceso al Padre es nuevo, es más intesivo. Quien ha sido bautizado vive en Cristo, en Él se hizo hijo del Padre Dios.
Todos los años se nos recuerda esta verdad en la noche pascual: El “Exultet” de la Vigilia pascual (el cántico de alabanza a la luz del cirio pascual) contiene las siguientes palabras: “¡Oh asombrosa misericordia, con la que te inclinas hacia nosotros! (…) ¡Oh pecado salvador de Adán, te hiciste nuestra bendición porque la muerte de Cristo te destruyó! ¡Oh feliz culpa, cuán grande es el Redentor que nos mereciste!”
El acceso al Padre, la puerta abierta, es el bautismo. Pero sigue en pie nuestra predisposición a cometer faltas y pecados. Por eso necesitamos siempre de nuevo ser redimidos por Cristo.
Uno de los símbolos que se nos ofrecen en este Año Santo, que representa el ofrecimiento de la reconciliación con Dios, es la Puerta Santa. El Papa Francisco abrió el Año Santo de la Misericordia mediante la apertura de la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro. Mientras tanto, hay en el mundo entero otras “Puertas de la Misericordia” abiertas. También el Santuario Original en Schoenstatt y muchos Santuarios en el mundo recibieron el privilegio de tener una “Puerta Santa”.
La costumbre de la Puerta Santa se mencionó por primera vez en el Año Santo de 1400, en relación a la Basílica de Letrán; y más adelante se amplió este privilegio a las demás Basílicas papales. Los peregrinos, al pasar por una de estas Puertas de la Misericordia, pasan simbólicamente por el “umbral” que conduce a la reconciliación con Dios.
El acto simbólico, pasar por una Puerta Santa, quiere expresar el movimiento interior hacia Dios: Quiero comenzar de nuevo, quiero entrar con todas mis fuerzas en Dios y dejar lo que interfiere mi relación con Él. Él es un Padre misericordioso que me está esperando del otro lado de la puerta. Aquí se cumplen unas palabras del Padre Kentenich que dicen: “Debemos imaginarnos la misericordia de Dios como una puerta apenas entornada que cualquier niño es capaz de abrir.” (04.03.1957)
En una oportunidad citó el Padre Kentenich las palabras del Exultet que dicen: “¡Oh feliz culpa!” y destaca con fuerza: “¡Pero es una culpa feliz! Dios sabe cómo aprovechar los pecados para que resulten ser lo mejor para el hombre.” (13.05.1945)
A veces sucede que justamente personas que están muy al margen de todo, experimentan de un modo especial esta liberación interior. Recuerdo aquí el encuentro con una señora de unos 60 años, una personalidad con una gran irradiación, distinguida en su modo de vestir y de presentarse, y aparentemente en paz consigo misma. Durante la conversación comenta que su historia de vida no siempre ha sido así: a causa de la muerte temprana de su marido cayó en el alcoholismo y fue perdiendo siempre más todos sus bienes. Reiteradas veces se quedó tirada en el camino por el exceso de alcohol, y finalmente sus familiares no la recibieron más. Por fin estuvo dispuesta a someterse a una terapia; hizo varios tratamientos de desintoxicación, pero todas las veces reincidió. Dijo: “Yo misma sólo pude despreciarme, y varias experiencias durante el tratamiento aumentaron en mí este sentimiento.” El último tratamiento pareció resultar mejor: fue dada de alta, aparentemente curada. Pero ella misma pensó que sin duda no resistiría por mucho tiempo. Fue entonces cuando una persona conocida la llevó a un evento en Schoenstatt, donde visitó el Santuario. Inesperadamente reconoció allí: Dios me ama, yo soy su hija, y ni siquiera mi adicción lo puede cambiar. Dios es misericordioso.
Esa experiencia cambió su vida. Cuando poco después fue con su amiga a la Vigilia Pascual escuchó allí esas palabras: “¡Oh feliz culpa, cuán grande es el Redentor que nos mereciste!”
“Esto traspasó mi alma, esta es mi palabra clave”, dijo ella. “Estoy tan agradecida, también por mis caminos errados. En otros tiempos mi fe fue una función al lado de otras. Cumplí con mis deberes religiosos, pero nada más. Pero ahora mi fe es toda mi felicidad. ‘Feliz culpa’, sí, esto lo he experimentado realmente.”
La puerta de la misericordia divina siempre está a nuestra disposición. Pero a veces pareciera que hasta nos es demasiado pesado abrir la puerta apenas entornada. Entonces es bueno tener a alguien que nos dé ánimo y nos ayude.
Durante su vida, el Padre Kentenich ayudó a otros y se hizo para muchas personas un acompañante así. Ya como joven sacerdote, siendo director espiritual para jóvenes, él logró hacer perceptible para ellos el perdón misericordioso de Dios.
Uno de aquellos jóvenes, siendo ya sacerdote, relató más tarde el siguiente episodio: Tres sacerdotes del Internado estuvieron como confesores a disposición de los alumnos. En aquel momento él reflexionó con quién de los tres quería confesarse. Se puso a observar el rostro de los alumnos cuando salían del confesionario. Entonces se acercó a uno de los confesionarios. Salió el primer joven, su cara era normal, muy piadosa, las manos unidas, así se dirigió a un banco. El segundo dio una imagen parecida. Después se dirigió al coro donde también hubo confesiones. Allí, en los chicos que salían de la habitación que servía como confesionario, observó un rostro radiante. Entonces él se dijo: “¡Allí me voy a confesar!” Este confesor era el Padre Kentenich.
El Padre Kentenich veía por encima de todo la misericordia de Dios. Con él se podía estar seguro de que, a pesar de todas las limitaciones, uno nunca sería expulsado de su amor. Dijo en una oportunidad, que todas las debilidades que alguien pudiese tener no podrían impedirle querer a esta persona.
El Padre Kentenich es para muchas personas también hoy un acompañante en el camino que conduce al amor paternal misericordioso de Dios. Por eso encomendémonos a todos (y también a nosotros mismos) a su intercesión e imploremos su bendición, deseándonos una profunda vivencia pascual.